Epifania Zorilla afuera de su casa en San Antonio de Juprog, Perú, el 16 de mayo de 2013. Hace 20 años Perú dio carta blanca para que las empresas multinacionales de la minería invirtieran y explotaran sus recursos naturales. En poco tiempo, el país registró un crecimiento económico sin igual en América Latina. Pero este auge fue una maldición para miles de familias campesinas que vieron cómo el poco dinero que les pagaron por su tierra se evaporó rápidamente mientras luchaban por adaptarse al desarraigo.
El clan Marzano Velásquez vivía una vida sencilla, pastoral en las faldas de una montaña que resultó contener el yacimiento de cobre y zinc más grande del mundo que se conozca.
El clan no esperaba grandes riquezas cuando ellos y otras familias quechuas vendieron su tierra a un consorcio internacional minero. Esperaban que la explotación a cielo abierto de la mina de Antamina mejorara las condiciones de vida de su empobrecido distrito de la montaña y pudiera ofrecer un empleo estable, una buena atención médica y la construcción de escuelas.