Son unos cien los kilómetros que separan la ciudad de Coalcomán de la ciudad de Colima, una distancia que se cubre más o menos en dos horas y media. Hace treinta años moverse entre estos dos lugares era un verdadero viaje de nueve horas, atravesando pueblos como La Cuchilla, Guadalupe del Cobre, Pantla y El Guayabo. Después de la realización de la carretera 110, de la inundación de la presa de Trojes y de veinte años de guerra entre el Cártel de Jalisco, los Zetas, la Familia Michoacana y los Caballeros Templarios, lo que queda de la vida que animaba estos lugares es un puñado de casas abandonadas, esparcidas en una naturaleza que paulatinamente volvió a recuperar su poder. Nadie visita estos pueblos fantasmas, nadie habla de su gente desplazada o asesinada y, sobretodo, nadie se preocupa de que el nuevo negocio que está surgiendo –la explotación incontrolada e ilegal de las minas– transforme los pueblos todavía habitados en otros cementerios de vivos.
