Perú

La ética rentista y el espíritu del extractivismo

En el marco de las polémicas que retornan ante el proyecto minero de Tía María, un grupo de personalidades subscribió en Lima un “Acuerdo por el Desarrollo”. En ese texto apoyan una minería que llaman “moderna” y  que serviría para el “desarrollo”, compartiendo una serie de recomendaciones para el Estado, la empresa y las comunidades locales, a las que les piden abandonar “discursos polarizantes”.

El politólogo Martín Tanaka, uno de los firmantes del “Acuerdo”, en twitter defendió ese Acuerdo ante una aguda crítica de Mirtha Vázquez, insistiendo en que compartía el “espíritu” de la declaración.

El uso de esa palabra, “espíritu”, en este contexto, inmediatamente me recordó a Max Weber con su clásico “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, publicado en 1905. En esa obra, el sociólogo alemán retrataba el profundo cambio cultural de la pérdida de trascendencia que antes se buscaba en la religión, para ser suplantada por una moralidad impersonal e individualista. Perseguir el éxito económico, ganar dinero y más dinero, se volvió un fin en sí mismo que pasó a ser aceptado socialmente. Allí está el “espíritu” al que se refiere Weber, y que se lo adjudica al “capitalismo”, aunque su uso de dicha palabra correspondería mejor a lo que hoy llamamos cultura o modernización.

Apelando a esa perspectiva, ¿cuál sería el “espíritu” del Acuerdo por el Desarrollo enfocado en Tía María? Para responder esto comencemos por precisar que aquella idea de “espíritu” no tiene un sentido religioso o metafísico, sino que sirve para entender los valores (ética) y los sentidos de lo correcto e incorrecto en la sociedad (moral). Hoy estamos frente a extractivismos mineros y petroleros que tienen por detrás una ética y una moral. En ellos, la valoración económica reemplaza otros valores, y por ello ya no interesa ni importa si se “matan” o “amputan” a los apus, ya que se los ha despojado de cualquier trascendencia. El objetivo es el éxito económico y captar la mayor proporción posible de renta económica. Esto no se esconde, sino que ahora goza de legitimidad moral. Lo moralmente correcto es ganarse los billetes como sea. Es más, la moral comenzó a actuar en sentido invertido ya que sería “inmoral” no aprovechar las riquezas minerales y petroleras del país, según dicen empresarios, gobiernos y buena parte de la academia.

A mi modo de ver, el “Acuerdo por el Desarrollo – a propósito del proyecto Tía María”, está embebido de ese espíritu de la cultura capitalista o moderna aunque con algunas particularidades contemporáneas y criollas. Alrededor de cincuenta personas adhirieron al Acuerdo, y ciertamente hay variedad entre ellas, pero todos coincidieron en dos cuestiones básicas: alentar la minería y no advertir que lo que proponen es imposible. Para decirlo con más precisión: el punto de partida del Acuerdo son unas metas incompatibles entre sí. Es como si los que lo firmaron no hubiesen analizado con rigurosidad lo que allí estaba escrito. Esas incongruencias se disimulan por el llamado una y otra vez al “desarrollo”, y en ello reaparece otro aspecto del “espíritu” del documento: invocar una difusa idea del desarrollo como justificación de una moral que genera beneficio para algunos mientras se daña a otros y al ambiente.

Me explico: el Acuerdo comienza postulando que es posible una minería -un extractivismo- que atienda cuatro condiciones. Estas son cumplir con estándares globales, proteger el ambiente, dinamizar el desarrollo nacional y beneficiar a las poblaciones locales. Habría una minería, que ellos llaman “moderna” que debería cumplir los cuatro objetivos al mismo tiempo, lo cual es imposible. Y hay que decirlo con toda claridad y énfasis: no se pueden cumplir todas esas condiciones a la vez. Además, algunas de ellas ni siquiera existen en los términos en los que se plantean en el Acuerdo.

Para evaluar si es posible alcanzar las cuatro metas, comencemos por una de ellas. Supongamos  que un emprendimiento como Tía María realmente promueva el desarrollo nacional, dejando en suspenso que quieren decir los firmantes del Acuerdo con conceptos como “dinamizar” y “desarrollo”. Pero, si se implanta esa minera enseguida se incumple otra meta del Acuerdo, la de la protección ambiental. Es evidente que un megaproyecto como Tía María acarrea alteraciones ecológicas de tal magnitud que no es posible asegurar que habrá una “protección” de la Naturaleza. Por su propia dimensión y operación, ese proyecto conlleva un impacto ambiental severo, y las opciones de amortiguación y remediación son limitadas.

La discusión real es si se aceptarán o no, ese tipo de amputaciones ecológicas bajo el supuesto de un beneficio económico (entendido como ingreso de dinero por la exportación de materias primas). Es una falacia afirmar que se alcanzará a la vez una ventaja económica y una protección de la Naturaleza. Si hay lo segundo no habría beneficio económico tal como lo han planteado, y si se busca el provecho de la renta será necesario perforar, horadar y extraer el mineral con todos sus impactos ecológicos.

Algo similar ocurre con la meta de “estándares globales” que plantea el Acuerdo, ya que no existen requisitos internacionales acordados por ejemplo para lidiar con los impactos de la minería. En realidad, los países compiten por rebajar sus controles ambientales para atraer a los inversores, y ese propósito estaba detrás de los defensores del “paquetazo ambiental” (y no escapa a nadie que algunos de los firmantes apoyaban esas rebajas ecológicas). Si por “estándares globales” los firmantes del Acuerdo se refieren a algunas reglas de desempeño que se sigue, pongamos por caso en la Unión Europea o las que promueve Naciones Unidas, ya se sabe que la anterior evaluación ambiental recibió 138 observaciones de los veedores de UNOPS, y la más reciente padece de serios problemas como se reveló en la prensa. Estamos ante otro objetivo violado.

Los extractivismos de tercera generación, que corresponden a actividades como la megaminería a cielo abierto o la explotación petrolera en selvas tropicales, por sus impactos y las resistencias que generan, son rechazados por comunidades locales en Perú y en todos los países del continente. En todas ellas hay grupos locales que los consideran perjudiciales. Esto hace que se viole otra de las metas de los firmantes del Acuerdo, la que se refiere al “beneficio” de las comunidades locales. La imposición de los emprendimientos, muchas veces por medio de la policía o la criminalización, muestra cristalinamente la facilidad con que se abandonan objetivos de ese tipo.

Por todo esto, lo más impactante del texto de ese Acuerdo no es tanto que repita el mito de una minería moderna que sería mejor y más provechosa, sino que sus firmantes ni siquiera se dan cuenta que sus propias contradicciones, que lo hacen imposible. Si se cumplen una o dos de sus metas, inmediatamente se están violando sus otros objetivos. El Acuerdo tiene un vicio de nacimiento y es carecer de coherencia interna. Las referencias a los estándares globales o la protección ambiental quedan convertidos en una retórica justificativa.

Como hay una ceguera radical en advertir esto, el Acuerdo da unas curiosas vueltas basadas en recomendaciones, tales como impulsar programas de desarrollo de la agricultura, salud y educación, o crear un fondo de desarrollo. A tono con las clásicas defensas extractivistas, en el Acuerdo no hay pudor en concluir pidiéndole a las comunidades locales que dejen los “discursos polarizantes” y tomen a la minería como “una oportunidad de desarrollo”. Habría que ver si cuando una comunidad local reclama proteger el ambiente -una de las metas de los firmantes del Acuerdo- será respaldada desde Lima como paladines de la justica ecológica o los estigmatizara como actores atrapados en discursos polarizantes que impiden el desarrollo.

Por esto concluyo que el contenido del Acuerdo sí tiene un espíritu, y siguiendo la inspiración de Max Weber de hace más de un siglo atrás, me pregunto si no estamos ante algo así como “La ética rentista y el espíritu del extractivismo”.

Si por el contrario, el objetivo de los que firmaron el “Acuerdo por el Desarrollo” es como indican, “evitar una confrontación con posibles consecuencias lamentables”, deberían comenzar por sopesar que tal vez la primera línea de su documento debería haber sido un llamado a detener todo ese proceso.