Acabo llegar de una zona minera, un lugar que tiene más de 30 años de minería1. Ya había ido antes y siempre la sensación que me deja es la misma: una cierta tristeza, confundida con desazón.
En esos lugares se vive la fragmentación como uno de los mayores problemas. Sabemos que toda convivencia modifica la vida de los actores, más cuando existe entre ellos mucha diferencia de poder, dinero, información, etc. En esos casos, cuando los problemas se presentan casi nunca se resuelven, se «arreglan». Si son públicos se convierten en privados, se le pone precio y se negocia. Aparecen voces que señalan que solo los afectados directos deben intervenir. Además, para muchos es difícil resistirse a los planteamientos de la empresa minera porque es su empleador, o contrata a su empresa comunal o les da cada cierto tiempo algún beneficio como gesto de su responsabilidad social. Los disidentes, los que están en desacuerdo, no reciben esos beneficios y ello se extiende a su familia. Además son aislados y difamados como antimineros, antidesarrollo, que «están pagados por ONGs» y que hasta sirven a intereses internacionales de países que compiten con el Perú. Si el conflicto escala y existen estallidos violentos, son los primeros que serán denunciados.
Alguien me contó que su sector debía ser reubicado desde hace varios años porque un estudio financiado por la empresa encontró selenio en el agua que utilizaban. Al enterarse protestaron y se celebró un convenio para la reubicación. Pero cuando se preparaba el proceso, la versión impresa del convenio desapareció. Nadie en el sector la tenía. Me contó que hacía poco habían conseguido un ejemplar y me lo dio a leer. El problema que tenían ahora era que quienes debían activarlo no lo querían hacer. Me dijo que se lo pidió a su presidente comunal pero éste se mostró contrariado porque es trabajador de la empresa minera.
Tengo la impresión de que en zonas mineras las relaciones clientelares, que siempre han existido en el Perú, se refuerzan. Es paradójico que empresas transnacionales, que se supone son expresión de la modernidad, se vean envueltas en esas prácticas. Me parece que ocurre por un tema de pragmatismo. Es decir, ir por el atajo es menos costoso que construir un camino seguro y las empresas quieren maximizar sus ganancias y los tiempos cuentan. Cuando observo estas cosas me pregunto qué es peor: ¿el deterioro ambiental o el social? Pese a ser ambientalista no tengo una respuesta clara. Todo ello me lleva a pensar que estos lugares solo tendrán futuro cuando se logre romper la lógica de un relacionamiento en torno a lo económico y a los favores que se reciben, pasando a una lógica de sujetos de derechos que se preocupan por el bienestar común y la mejor manera de lograrlo. Creo que las empresas deberían pensar en ello.
20 de junio de 2017
Fuente:http://cooperaccion.org.pe/main/opinion/734-las-relaciones-clientelares-en-las-zonas-mineras