El modelo de desarrollo por el que han optado los gobiernos del post salinato, lleva al país a la inviabilidad por devastación. No somos el único país en esas condiciones pero el compartir con otros ese destino de ningún modo es consuelo.
A finales de los ochenta, en vísperas del TLCAN, México y Canadá´ inevitables los buscaron de espacios compartidos en la idea de que de no lograr un arreglo trilateral ambos países resultarían afectados en virtud de los acuerdos separados con la Estados Unidos. En un principio, el gobierno conservador de Mulroney no estaba especialmente dispuesto a explorar una nueva e incierta fase de negociaciones, después de haber concretado su propio tratado con Estados Unidos. México tenía escasa importancia para sus inversiones y comercio, con un nivel de vida y salario más bajo, competitivamente desventajosos.
Los lazos canadiense-mexicanos eran en verdad el eslabón débil de la economía continental norteamericana. En 1989, solo 5% de las exportaciones mexicanas (1.7 millones de dólares) iban a Canadá´; y únicamente 0.4% de las exportaciones canadienses (523.3 millones de dólares) se dirigían a México. Pero los llamados ajustes estructurales de los 90 promovieron la inversión extranjera directa en múltiples sectores, con el tiempo la minería se convertiría en unos de los principales. La razón obedece no sólo a las privilegiadas ganancias que rebasan con mucho la inversión, sino al aumento en el consumo de materiales, la caída de reservas de oro y plata que coincide con la crisis profunda de sistema financiero internacional.
Así, la primera década del siglo XXI trajo a México el crecimiento explosivo de los procesos extractivos. Prácticamente todos en manos de mineras extranjeras de dudosa ética empresarial.
En 1961 se promulga la Ley reglamentaria del artículo 27 Constitucional en materia de explotación y aprovechamiento de recursos. Se le conoció como Ley de Mexicanización de la Minería. Las reformas del salinato dieron inicio a proceso inverso aunque este había empezado desde el gobierno de Miguel de la Madrid con el desmantelamiento de empresas e instituciones estatales para abrir el mercado, se dijo.
Diciembre de 1988, el arribo de Carlos Salinas, coincide con la formulación del Consenso de Washington de 1989. Se reordena el gasto público y se legisla para el cambio en los derechos de propiedad, precisamente el artículo 27 Constitucional. Ello atrajo -como estiércol a las moscas- la inversión privada directa en megaproyectos con la peregrina idea del crecimiento económico a cualquier costo. La vida de las personas y sus derechos fundamentales se omitieron de toda consideración. Las concesiones crecieron geométricamente en número y junto con ello la violación de los derechos humanos.
La casi totalidad del territorio nacional está mineralizado y se calcula que el 85 por ciento de las reservas minerales no han sido explotadas con todo y que para el año 2004 se habían abierto 10 mil 380 minas, la mayoría de ellas a cielo abierto y desde luego el de empresas extranjeras. Ocho años después el problema es mayúsculo.
Las empresas mineras canadienses son en buena medida líderes en la degradación ambiental en el mundo y desde luego en México. Son las primeras en la explotación de zinc, uranio, níquel, oro, plata. Si consideramos que Canadá es el quinto país con mayor inversión privada en México y que sus inversiones son casi en su totalidad en el rubro extractivo, ya podemos dimensionar la carga que eso nos significa en varios sentidos. Existen como mínimo noventa firmas canadienses con varias concesiones en el país. Solemos tener la idea que el mundo la agresión corporativa es fundamentalmente estadunidense y que las empresas canadienses son en todo caso beneficiarias secundarias de la expansión norteamericana.
En lo que a la minería se refiere eso es un “mito genial” como diría el clásico; Canadá es el país con más corporaciones de minería en el mundo con inversiones en todo el planeta y proyectos extractivos a cielo abierto altamente destructivos en toda Latinoamérica, en África, Asia, Europa de Este y en el Ártico. Su principal objetivo es desde luego Latinoamérica. Durante el sexenio de Calderón llegaron no menos de 1500 compañías mineras canadienses independientemente de las corporaciones ya existentes: Scotiabank, TransAlta, Transcontinental, Magna International, Palliser, Presion Drilling, Fairmont y los hoteles Four Seasons.
La devastación y violencia perpetrados por las mineras canadienses ha sido documentada con claridad por sus vinculación con la violación de derechos humanos en países como Guatemala, Perú, Rumania, Filipinas, Honduras, Ecuador, Bolivia, Ghana, Surinam, República Democrática del Congo, Papúa Nueva Guinea, Tanzania, India, Indonesia, Zambia y el Sudan. Los casos mexicanos surgen de vez en vez pero son acallados con prontitud luego de unos días de exposición. Tal es el caso Wirikuta y San Luis Potosí. Las mineras con causa de desarraigo por desplazamiento una vez que han devastado una zona, son causa de violencia comunitaria, enfermedades por contaminación, destrucción de sitios históricos y sagrados.
La percepción que se tiene de Canadá como un socio menor de los Estados Unidos con frecuencia impide entender la historia de violencia y desarraigos -más allá de la que sometieron a sus pueblos originales- que esparcen donde quiera que desarrollen proyectos mineros. El discurso canadiense en torno a la solidaridad para con las luchas de las comunidades indígenas, campesinas y movimientos sociales, distorsiona y esconde la responsabilidad que los gobernantes empresarios canadienses tienen por la violencia que engendran y alientan.