Latinoamerica

Por cada minera, una resistencia

El escenario al que no queremos acostumbrarnos intenta imponer modelos extractivistas de saqueo y contaminación en toda Latinoamérica. Los pueblos gritan a viva voz sus exigencias para hacer frente al despojo y derroche de los bienes comunes. Son esas las voces que recorren larguísimos kilómetros y hacen historia.

En 2003, la población de Esquel, en el sur patagónico argentino, fue la primera en impedir la explotación de un proyecto de megaminería en el país. Esa victoria marcó un antes y un después para los sucesivos movimientos asamblearios de vecinos que sintieron un gran apoyo y empezaron el camino del empoderamiento.

Este pasado 3 de junio Loncopué en Neuquén, se convirtió en el primer pueblo argentino que prohibía la megaminería en un referendum vinculante. Su lucha comenzó en 2007 y esta es su tercera victoria frente al modelo. En las primeras lograron desalentar consecutivamente a dos multinacionales mineras: una canadiense y la otra china. Con cada victoria los abrazos y celebraciones se hacían más fuertes. La organización coordinó asambleas de todos los pueblos y comunidades afectadas, incluyendo a la comunidad mapuche que iba a ser gravemente agredida con este megaproyecto. «Las asambleas de vecinos autoconvocados son el único obstáculo para el saqueo de las multinacionales mineras», afirmaron en más de una ocasión. Y así el pueblo se fue volviendo a sentir comunidad.

Desde este sur patagónico remoto podríamos tomar la Ruta 40 y casi un día después de viaje llegaríamos a la tierras riojanas donde lo que se comparte es ese mismo sentimiento de lucha. Famatina y Chilecito, al norte del país, están en resistencia contra la explotación minera a cielo abierto. Pero no están solos. Los apoyos llegan desde otras provincias lejanas donde se organizan marchas y se escriben declaratorias, pero sobre todo desde la propia población organizada en la Unión de Asambleas Ciudadanas. El «Famatina no se toca» es un clamor que une como nunca antes, sobre todo de la mano de «mujeres muy valientes» que han sido la clave de la resistencia.

Hubo muchas grandes historias cotidianas que vivimos en nuestra visita por la zona. El atardecer de regreso de los Talampayas nos regalaba una bruma baja al final del camino que se movía rápida en dirección norte. «No es bruma, es contaminación y está yendo hacia mi casa», dijo el guía. Al otro día, un ex minero de otro poblado cercano, nos contaba que «ya entendió lo malo que puede ser la extracción de minerales». Con cada capa geológica que describía mostraba una parte de ese vínculo que siente con esas montañas que quiere proteger. Las alturas cordilleranas se imaginan áridas y despobladas. Puede que lo sean. Pero ese silencio que a veces sólo deja escuchar el viento, también trae consigo el sentimiento de unidad que ya forma parte del paisaje de la región.

El agua es la preocupación principal que recorren todos estos reclamos. Los metales pesados van a parar al agua provocando multitud de enfermedades directas o indirectas. La minería no sabe convivir con la agricultura o la ganadería. No sabe y no puede aprender. Es también la conclusión del Tribunal Popular Internacional de Salud celebrado el pasado fin de semana en Guatemala, que focalizando en la minera canadiense GoldCorp, expresa la necesidad de acciones contundentes en favor de la salud y la vida.
Si con un lápiz color café seguimos el trazo de los núcleos en resistencia a las mineras, se dibujan fácilmente las cadenas montañosas que atraviesan el continente desde los Andes septentrionales hasta la Sierra Madre en el norte de México. Haciendo un alto a mitad de camino en el pueblo de espinas, Cajamarca, Perú encontramos que la minería también es una actividad resistida. La región se encuentra ubicada dentro de la mayor cuenca hídrica del país. Más del 60% de la población de la región es agrícola.

Su lucha por el agua y la biodiversidad son respaldadas con las formas de cultivo que los cajamarquinos han elegido. Esta región que alimenta a poblaciones rurales y urbanas posee numerosos productores ecológicos para los que un proyecto como Yanacocha «no goza de su confianza» ya que afectaría de manera irremediable las reservas de agua «de donde sale nuestra verdadera riqueza». Eligieron la agroecología como medio de desarrollo y la explotación metalífera de oro acabaría con ella.
Pero el viaje rumbo al río Bravo sigue y la insistencia de las multinacionales también.

En los últimos años el gobierno federal mexicano han otorgado 97 concesiones mineras con hasta medio siglo de vigencia cada una sin que se le moviera un pelo; pasando incluso por sobre normas ambientales preestablecidas.

En Chiapas la explotación afectaría a la reserva de la biósfera El Triunfo, uno de los pulmones forestales más importantes de la región y los ecosistemas de manglar de la reserva de la biosfera La Encrucijada. Con ellos se verían afectadas todas las aguas subterráneas y mantos freáticos. Si el agua es la sangre de la naturaleza, nosotros como parte de ella, dentro de muy poco tiempo empezaremos a sentir los síntomas de la enfermedad.

Muchas son las mentiras y hostigamientos a los que han tenido que enfrentarse las resistencias antimineras y sin embargo allá donde intenta implantarse un proyecto de megaminería, hay organización. Las mineras no están preparadas para movimientos (civiles) horizontales y sólidos que revalorizan y tejen alianzas con los pueblos originarios en el reclamo por el derecho al buen vivir. Sin líderes a los que cooptar o comprar, las instituciones arcaicas que se niegan a escuchar a los pueblos que dicen representar no dan más que pasos torpes.

Las poblaciones latinoamericanas hemos vuelto a redescubrirnos en la importancia de espacios de escucha recíprocos y a establecer nuestras propias ideas de desarrollo. Victorias como las de Loncopué sean quizás las que sigan marcando el camino de la esperanza para alcanzarlas.