Ocre, púrpura, gris topo.
En el crepúsculo, los colores estupefacientes de la gigantesca montaña se funden poco a poco en la sombra. Ambiente lunar. El autobús, partido de Lima, al borde del mar, menos de cuatro horas antes, acaba de pasar el paso de Ticlio, a 4.800 m de altitud.
El oxígeno es raro. Nadie se mueve en el autobús. Abajo la carretera, un arroyo anaranjado sale de lagunas marrónes. Algunas máquinas empujan tierra.
O mineral quizá, salido del vientre de la montaña. La carretera pasa delante de dos llamas en su corral y desciende en la cuenca donde fluye el río Mantaro, hacia el Oroya y sus treinta mil de habitantes, sesenta kilómetros más abajo. Sigue leyendo


