Mexico

Los guardianes de la montaña contra las mineras

Laura Castellanos
El Cerro Bermejal está a punto de desaparecer, mientras que el Cerro Luna y el Cerro Borracho temen correr con el mismo destino debido a que compañías mineras ya acumulan casi 700 concesiones para sacar minerales del estado de Guerrero cinco de las cuales están en la región de la Montaña, donde viven especies en peligro de extinción, como el venado de cola blanca y el jaguar. La Policía Comunitaria y activistas sociales advierten que no permitirán que exploten sus tierras.

Aquí los cerros tienen nombre. Y son sagrados. Cada fin de año, la población de 2 mil 800 habitantes asciende a la cumbre de Cerro Luna y ofrenda flores y veladoras para pedir abundancia en el ciclo siguiente. Ahora el cerro está en riesgo de ser aniquilado del paisaje. En sus entrañas guarda los tesoros que la minera inglesa Hochschild quiere extraer: oro, plata, cobre, hierro, zinc y plomo. Hochschild pretende dinamitarlo para sacar los minerales de sus restos pedregosos a través de un proceso realizado a la intemperie, llamado «a cielo abierto», en el que utilizaría millones de metros cúbicos de agua y toneladas de cianuro. La elevación cubierta de pinos arropa a la pequeña comunidad Tierra Colorada, que debe su nombre a la coloración de su suelo fértil en la región alta de la Montaña de Guerrero.

El pueblo tlapaneco ya salió en su defensa. Un treintañero moreno y robusto, de nombre Federico Isidro Solano, se planta en un balcón del pueblo, con Cerro Luna de fondo, y advierte: «La comunidad no cede ningún centímetro para que se explote».

A unos metros del secretario del Comisariado de Bienes Comunales está la explanada donde una veintena de adolescentes y niños ensayan la danza tradicional Doce pares de Francia, acompañados por la banda de música del pueblo. La epopeya de Carlomagno contra musulmanes medievales se escenifica en Semana Santa. Un anciano de cuerpo frágil guía el ensayo. Viste de manta blanca, huaraches y porta un sombrero de palma. Sus movimientos son elegantes y firmes. Su actitud, altiva. El maestro Ángel Oropeza Molinar es respetado en el pueblo. A su señal la banda deja de tocar y cristianos y moros cesan su esgrima con palos de madera. Entonces el maestro instruye a un niño de 13 años cómo debe batirse con enjundia contra su enemigo.

Cuando finaliza el duelo, Solano aprovecha para acercarme al maestro. Le pregunto sobre la llegada de Hochschild a la región. Acepta la breve interrupción y ambos frentes, sin distinción, nos rodean curiosos. «Puede haber sangre, ni modo. ¿Cuántos mártires puede haber? No lo sé. Pero aunque sea con piedra, o con onda como la que levantó el rey David, pero no nos vamos a dejar». Con un gesto el maestro da por terminada la conversación y dirige su atención a uno de los muchachos. Otro de ellos, alto y resuelto, de nombre Constantino, manifiesta: «Haremos lo que sea necesario, simplemente eso, no hay que decir más».

La representación de la danza tiene una duración de 12 horas. «Es una guerra grande, grandísima», me había alcanzado a explicar Constantino antes de asumir su rol de almirante musulmán. En la obra los cristianos vencen a los moros. A su entender, el bien triunfa contra el mal. La otra guerra que enfrentan en Tierra Colorada es de proporciones mayores, pues Hochschild, con más minas en México, Perú y Argentina, obtuvo una concesión federal por 50 años.  El drama de Tierra Colorada se multiplica en México y Latinoamérica: poblaciones rurales e indígenas (como la huichola en San Luis Potosí y la Ngobe-Buglé en Panamá) luchan contra multinacionales mineras y gobiernos en defensa de sus territorios. La mega minería busca especialmente oro y plata a costos inimaginables: de una tonelada de cerro desintegrado extrae un promedio de .5 a 1 gramo de oro. Gian Carlo Delgado, coordinador del libro Ecología política de la minería en América Latina, dice que el escenario que esta deja «es de profundo saqueo, prácticamente nulos beneficios socioeconómicos a las comunidades y una devastación ambiental global creciente».

Sin embargo, aquí en la Montaña, considerada como una de las regiones más marginadas de Latinoamérica, hay un ingrediente de resistencia que no existe en otros lugares: Tierra Colorada, como otras 75 comunidades tlapanecas, mixtecas y nahuas dispersas en la serranía de la Montaña y la Costa Chica, conforman la estructura de la Policía Comunitaria. Se trata de una red de 600 indígenas armados por sus pueblos para que los resguarden. Ellos hacen rondines a través de un ramal de caminos de terracería maltrechos que atraviesan el monumental bosque de niebla, algunos al borde de desfiladeros. Esta experiencia autónoma de seguridad e impartición de la justicia nació hace 17 años porque estas poblaciones padecían una serie de asesinatos, violaciones sexuales y robos sin que la policía estatal hiciera presencia. Entre los logros que dicha red indígena reivindica está reducir drásticamente la violencia en la zona, no maltratar a los detenidos y hacerlos trabajar en obras de construcción locales como parte de su sentencia. Los gobiernos estatal y federal no han querido legalizar su operación y en varias ocasiones han pretendido desarmarla sin éxito. Pero la experiencia se consolida y extiende. Y ahora, los policías comunitarios se asumen como los guardianes de sus montañas.

Desde hace más de un año la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC), instancia de administración de la justicia a la que pertenece la Policía Comunitaria, se organiza con apoyo del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan para enfrentar cinco proyectos mineros en la Montaña y la Costa Chica: Hochschild está al frente de Corazón de Tinieblas, que abarca Tierra Colorada, y de otro conlindante en Zapotitlán de las Tablas; la canadiense Camsin encabeza los de La Diana y San Javier, y la mexicana Goliat maneja uno, llamado La Faraona/Goliat. La suma de los cinco involucraría un área aproximada de 1,272 kilómetros cuadrados, una extensión cercana a la superficie de la Ciudad de México, que es de 1,495 kilómetros cuadrados. El asesor jurídico de la CRAC, Valentín Hernández, dice que el gobierno federal incumplió el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) que expresa el derecho de las comunidades indígenas a ser consultadas sobre las decisiones que los afectan: «No hay negociación, no se consultó a los pueblos al otorgarse las concesiones a las mineras».

El investigador Carlos Rodríguez Wallenius, de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), estima que el gobierno federal ya concesionó la cuarta parte del territorio nacional a las mineras para labores de exploración y explotación. Leonel Lozano, asesor ambiental del gobierno de Guerrero, dice que tan sólo en el estado hay 697 concesiones, 90% con capital extranjero. De éstas, 100 están en explotación (tres a cielo abierto) y el resto en exploración. Piensa que cuando las mineras finalicen sus 600 procesos de exploración recurrirán a la explotación a cielo abierto. «Es la tendencia mundial, es la de mayor impacto ambiental pero la más rentable», dice. Los activistas sociales de Tlachinollan aseguran que sólo entre los años 2005 y 2010 el gobierno federal entregó concesiones de cincuenta años a un puñado de mineras, una decisión que afecta 200 mil hectáreas del territorio indígena de la Montaña y la Costa Chica.

Domingo buscó entrevistar a los responsables de la dirección general de minas de la Secretaría de Economía para conocer sobre el potencial minero del país y el procedimiento por el que otorgan las concesiones de explotación. El área de Comunicación Social de la dependencia nos informó que los funcionarios encargados de estos temas viajarían por más de una semana a Canadá, a la Feria Internacional de Minería. En un boletín se consignó que desde allá Bruno Ferrari, secretario de Economía, declaró que México es el primer país receptor de inversión extranjera minera en América Latina y el cuarto en la escala mundial. Terminado el viaje volvimos a solicitar una entrevista, pero de nuevo no hubo respuesta afirmativa. La representación de Hochschild en Monterrey tampoco quiso dar a conocer su posición sobre el asunto.

Las mineras que pretenden explotar las montañas de Guerrero están por ahora en fase de exploración, no de explotación, pero aún así ya está manifiesto el rechazo popular a su llegada. Una carretera estatal cruza la región de la Alta Montaña en donde el bosque de niebla despliega su majestuosidad entre cañadas y barrancas profundas. En bardas y peñascos de la carretera abundan pintas contra las mineras. Una dice: «Yo doy mi vida por la tierra ¿Y tú? Di no a las mineras». Algunas llevan las siluetas de los rostros del Che Guevara y de Genaro Vázquez, el maestro oriundo de San Luis Acatlán que encabezó una guerrilla en los años setenta.

Los guardianes de la Montaña dicen que la explotación de las cinco minas afectará el territorio de 25 de sus 75 comunidades y anuncian que recurrirán a las vías legales disponibles. Las comunidades tampoco descartan acciones de desobediencia civil o autodefensa. Tierra Colorada, Zitlaltepec y Colombia de Guadalupe, entre otras, se alistan para la guerra contra las mineras. Aunque sea larga. Y cruenta. Esta vez no se tratará de una escenificación. Josafat Mejía, al frente del Comisariado de Bienes Comunales de Colombia de Guadalupe, lo sabe: «Si el gobierno entra con fuerza armada, nos vamos a organizar como pueblo y no lo vamos a permitir».

Los canadienses van por un paraje

Las tardes en la costera de Acapulco, a unas siete horas de la región de la Montaña, son calurosas y movidas. En el Club de Golf Acapulco A.C. entran y salen jugadores, la mayoría hombres mayores de 60 años, que se saludan y charlan en los pasillos y el restaurante del lugar. Atrás de las instalaciones de uso múltiple quedan los campos de pasto recortado a los que sólo tienen acceso sus socios. Francisco Javier Larequi Radilla, el concesionario mexicano de las minas La Diana y San Javier, y director del Patrimonio Inmobiliario del Fideicomiso de Promoción Turística de Acapulco, termina su sesión de golf. El jugador canoso y de cuerpo macizo viene aquí todas las tardes después de su jornada como funcionario público. Se dirige a las duchas en playera, short y sandalias. Lo intercepto en las escaleras, camino al baño. Le pido una entrevista sobre las minas. «No quiero hablar porque esos indígenas de la Policía Comunitaria me tienen parado desde hace tres años», mueve la mano y la cabeza en señal de negativa.

Le digo que si después de ducharse lo puedo encontrar en el restaurante del Club. Acepta. Regresa fresco, luciendo ropa casual. Se sienta a la mesa que comparto con el videoreportero Arturo Vega y el fotógrafo Luis Cortés. Charla y se va como hilo de media. Opina que los indígenas son de naturaleza conflictiva porque entre ellos mismos se pelean, se ahorcan. Que dos o tres líderes de los guardianes de la Montaña manipulan al resto de las comunidades en contra de las mineras. Que atrás del movimiento inconforme está un sector de la iglesia y activistas italianos. Que el gobierno estatal intercede entre las partes para destrabar el asunto. Que Dios quiera finalmente todo ya se resuelva todo. Que si bien la explotación será a cielo abierto los corporativos tienen técnicas para rellenar con tierra el cráter que ocupa el sitio que antes fue un cerro. No quiso decir nada más.

Larequi aparece fugazmente en el video que el presidente de la compañía canadiense Camsim, Derek Sutherland, subió a Youtube de La Diana. El canadiense luce como un turista cuarentón, atractivo y relajado, vestido con guayabera azul y bermudas. Está sentado en una silla blanca de plástico en la terraza de un jardín en Acapulco. La escena da la sensación de que en cualquier momento alguien le servirá una margarita. Ante la cámara expresa en inglés que México es el país con más potencial minero en el mundo. Comparte sus sentimientos: «Ahora tenemos mucha inversión, y la región tiene la inversión que nunca ha tenido, y todos estamos entusiasmados, el gobierno está entusiasmado de lo que estamos preparando».

El padre de Larequi adquirió la mina San Francisco Javier con una extensión de 223 hectáreas después de la Segunda Guerra Mundial, la trabajó en los años setenta y ochenta y la cerró a principios de los noventa. Utilizó la «minería de socavón», la antigua que hacía túneles en los cerros. Era más tardada y menos productiva, pero drásticamente menos dañina. Larequi dice que su padre cerró la mina por no redituable. Los activistas de Tlachinollan dicen que la cerró porque los pobladores de Zitlaltepec se opusieron a que la siguiera trabajando y expulsaron a los mineros.

El activista del centro Tlachinollan Roberto Gamboa, dice que ahora las multinacionales mineras van tras las minas pequeñas de socavón para explotarlas a cielo abierto. En su opinión los corporativos, con la complicidad gubernamental, ocultan información, corrompen líderes y autoridades locales, dividen a las comunidades y las amenazan con tal de entrar a sus territorios. También se asocian con empresarios nacionales, como Larequi. El hombre no quiso entrar en detalles legales sobre la mina que fue de su padre, cuyo nombre original se redujo a San Javier, pero la organización descubrió que él reactivó la concesión en 2005 por cuatro años. Y en 2009 la extendió a cincuenta años. Los defensores de la Montaña aseguran que el empresario es el representante legal de Camsim. Lo que no queda claro es si vendió la totalidad o una parte de la propiedad a la empresa. De La Diana, que tiene  una extensión de 15 mil hectáreas, el golfista también aparece como concesionario. Ambas minas están a una distancia de cuatro kilómetros.

En 2009 y 2010 Larequi y gente de Camsim visitaron dos comunidades colindantes a sus minas: Paraje Montero, perteneciente a la red de guardianes de la Montaña, e Iliatenco, con el fin de obtener convenios temporales de permiso y apoyo logístico para sus trabajos de  exploración. En ninguno de los dos casos a las comunidades se les consultó o se les  informó de las concesiones por 50 años ya otorgadas por el gobierno federal. Gamboa me cuenta que en el caso de Paraje Montero, Larequi acudió también con los funcionarios de la Procuraduría Agraria e hizo creer que la documentación antigua de la mina de su padre seguía vigente y que había que regularizarla. «Pero nunca explicó que ese convenio de los años setenta no era aplicable, que cambiaron las leyes mineras, la Ley Agraria, y nunca explicó si la explotación iba a ser a cielo abierto o no», detalla Roberto Gamboa.

El activista precisa que Larequi presentó un contrato a Paraje Montero para tener anuencia en trabajos de exploración y explotación, cambiar el uso de suelo y aceptar el trato como irreversible. A cambio, Camsim entregaría 90 mil pesos el primer año de exploración que aumentarían hasta 170 mil pesos el primer año de explotación. El segundo año de explotación se establecería una nueva renta, y 15 personas del pueblo serían contratadas por 150 pesos diarios. El encargado del Comisariado de Bienes Comunales, José López, dice que Camsim entregó 60 mil pesos. Con ese dinero hicieron el segundo piso de sus instalaciones. Los guardianes de la Montaña notificaron al pueblo de su campaña contra las mineras en la región. «La información nos alarmó», externa López. Decidieron investigar más sobre el tema y lo discutirán en asamblea popular.

Larequi y gente de Camsim también acudieron a Iliatenco en el otoño de 2010. Recorrieron más de una hora del camino de terracería surcado en laderas pronunciadas para arribar a uno de los pueblos que cuida con más celo su bosque. Al titular del Comisariado de Bienes Comunales, Tomás García Evaristo, le llevaron un documento elaborado a su nombre en el que éste autorizaba labores de exploración y le solicitaban dos personas como guías a las que pagarían 150 pesos diarios. García no quiso firmarlo. Dice que le aseguraron que ellos llevarían empleo, construirían escuelas, clínicas de salud y llevarían programas gubernamentales. García refrendó su postura y les externó que decidiría una asamblea popular. Ésta se opuso a la petición. Días después García informó a Larequi y Camsim de la resolución. «Se enojaron, se regresaron muy molestos», recuerda. Desde ese momento Iliatenco creó una brigada de vigilancia que patrulla diariamente sus montañas tupidas de pinos para alertar de incursiones extrañas.

La desaparición del Cerro Bermejal

La tarde quema en la mina de oro más grande de México, la Filos/Bermejal, aledaña a Carrizalillo, en plena selva seca, a seis horas en auto al noroeste de la región de la alta Montaña. Decenas de camiones gigantes de la minera canadiense Goldcorp transportan en fila toneladas de piedras dinamitadas del Cerro Bermejal. Bueno, de lo que queda de él: una cazuela gigantesca con su interior escalonado, porque al cerro se le explota en rebanadas longitudinales.  El líder más emblemático en la lucha contra las mineras en Guerrero, de nombre Valeriano Celso Solís, mira de lejos el horizonte alterado de su pueblo. Ya conoce las consecuencias de la explotación minera a cielo abierto y por intermediación de los activistas de Tlachinollan viajó el año pasado al bosque de niebla y la compartió con los guardianes de la Montaña. Moreno azabache, de talla corta y barriga pronunciada, escarba en sus recuerdos: el Bermejal era la mayor elevación de este paisaje agreste, así se le llamó por el tono rojo bermejo de su tierra, y en su cumbre, coronada por encinos, el ganado y los animales silvestres descansaban a la sombra. El cerro ya no existe. Huyeron los venados y los tejones y las chachalacas y las palomas.

Su mano señala la fila de camiones que viajan ininterrumpidamente. Suben. Bajan. Uno, otro, otro más. En tres turnos. Durante el día y la noche. Goldcorp no pierde tiempo: debe procesar cuatro toneladas para obtener 1 gramo de oro. Sí, cuatro toneladas por un gramo de oro. Para fundir una pieza de centenario deberá mover 200 toneladas de cerro. Los camiones descienden presurosos al valle en el que la familia Solís cultivó maíz. Ahora son los llamados patios de lixiviado: en una extensión donde caben tres canchas de fultbol y que presenta un leve declive, los restos pedregosos del Bermejal son esparcidos en capas sobrepuestas. Se les riega permanentemente con una solución de agua con cianuro que disuelve el oro, el mineral escurre por el declive y se le traslada por tuberías a piletas con agua donde se le separa del cianuro. Luego se funde. Conforme el Bermejal va disminuyendo en tamaño, en los patios emerge un cerro de material procesado. Al lado de los patios se ven milpas cenizas y marchitas que algún campesino se aventuró a sembrar. Como ya no hay quien cultive pastizales, la ganadería también pasó a la historia. Los magueyes de este pueblo productor de mezcal dejaron de nacer. Y Goldcorp cercó la única área en la que algunos agaves maduraron en las lomas. «Ya no hay vida, este es un valle de veneno», se lamenta Solís de la mina que empezó sus trabajos de extracción en el año 2007.

Goldcorp es la primera minera que en Guerrero introdujo la explotación a cielo abierto. Posee el toque de Midas: es el corporativo minero más grande en América y el segundo en el mundo. De 2010 a 2011 incrementó 43% sus utilidades internacionales, en parte porque los metales subieron 750% en la última década y en parte por su agresivo proceso de extracción en sus diez minas, algunas situadas en Guatemala, Chile y Argentina. 40% de su producción de oro la extrae de México, de dos minas colindantes: El Bermejal, en Carrizalillo, y Filos, en Mezcala; de otra en Zacatecas y una más en Chihuahua. En 2011 el corporativo aumentó 30% sus ingresos totales en México, produjo 2.5 millones de onzas de oro: 55% va para la joyería mundial, de 15 a 20% se usa para fundir lingotes de oro y el resto para respaldar inversiones.

¿Y cuánto ganó Solís? Al principio el luchador social y cada uno de los 174 ejidatarios recibieron 1,200 pesos al año por la renta de cada hectárea. Gamboa, el activista de Tlachinollan, explica que si bien la operación se hizo por renta de la tierra porque es de tenencia ejidal y el gobierno no puede venderla, la empresa hizo creer al ejido que tenía la autorización federal para comprarla y para pagarla en plazos anuales. El corporativo, con anuencia gubernamental, prácticamente se adueñó del 95% de las 1,400 hectáreas de extensión de la comunidad: construyó caminos, patios de lixiviado, y además erigió áreas cercadas con sus instalaciones, laboratorios, oficinas, viviendas para sus trabajadores foráneos y sus directivos.

El pueblo, cuenta el dirigente, de un día para otro se quedó sin tierras, posibilidad de ingresos y a los ejidatarios no se les contrataba en la minera. La desesperación brotó. Los ejidatarios se organizaron para exigir mejores beneficios, pero Goldcorp no los escuchó. El 2 de febrero del 2007 los ejidatarios pararon las labores de la minera por 84 días. Como respuesta, los amenazaron y la policía estatal los reprimió. El centro Tlachinollan asesoró jurídicamente al ejido y al analizar sus pérdidas productivas obtuvo un logro que marcó hito a nivel nacional: el pago más alto que una minera paga por la renta de una hectárea a una comunidad: 14 mil 800 pesos en 2008, que ascendieron a 32 mil pesos en onzas de oro en 2009. En suma, ahora Goldcorp debe pagar a nueve millones de dólares al año a 252 familias del ejido. Gamboa dice que de cualquier forma la cantidad revela una «inequidad enorme», porque la empresa obtuvo en el años 2010 unos ingresos por 371 millones de dólares, y si bien tuvo costos de producción por 121 millones de dólares, su ganancia libre fue de 250 millones de dólares.

Ahora el líder y su esposa reciben 500 mil pesos al año, alrededor de 40 mil pesos al mes. El dinero obtenido por las 252 familias de la comunidad se refleja en casas remodeladas y algunas camionetas de modelos recientes. En contraste, las calles del pueblo están en muy mal estado, no hay infraestructura adecuada de drenaje y agua potable, y la única obra visible donada por la empresa es una casita de salud con un par de habitaciones. Solís piensa que si bien antes vivían en la miseria y sufrían la migración, poseían una cohesión comunitaria que se desgarra en pos del beneficio individual, particularmente entre los jóvenes. Tres de sus hijos trabajan en la empresa como choferes. Uno más no ha logrado ser contratado y está en el desempleo, como sucede con  más  jóvenes.

La crítica más álgida contra Goldcorp es por el uso de tóxicos. El activista Gamboa dice que si bien la minera usa un material plástico que impide que el cianuro se filtre a los mantos friáticos, su consumo desmedido de agua seca los ríos de la zona, además de que 30% del agua con cianuro de los patios de lixiviado se evapora y dispersa. El luchador agrario refiere que en época de secas hay polvaredas en el valle, por lo que hay vecinos que sufren dolores de cabeza, vómito y problemas bronquiales. Incluso menciona que una trabajadora murió por envenenamiento pero su familia no quiso poner demanda alguna. Piensa que la única esperanza de futuro para sus nietos es irse de Carrizalillo: «Todo está perdido, somos los dueños de las tierras, que son la herencia que podíamos dejar a nuestros hijos, y están destruidas. Cuando se vaya la mina ¿Quién va a querer sembrar? Nadie, es puro cianuro».

Adalberto Terrazas y Federico Villaseñor, directivos de Goldcorp México, en entrevista en sus oficinas de Lomas de Chapultepec, en la Ciudad de México, rechazan cada una de las acusaciones contra el corporativo. Dicen que el pago de 1,200 pesos de renta anual por hectárea fue «el justo» en ese momento porque el precio del oro estaba a la baja. Explican que si bien tienen ganancias millonarias, su inversión en exploración y extracción también es gigante, pues Carrizalillo representa sólo 10% de la extensión territorial que tienen concesionada en la región, que es de 6,150 hectáreas. A su entender, Goldcorp mejoró la calidad de vida de Carrizalillo: «Ahora tienen carreteras, casas de dos pisos, pavimentado el pueblo, una infraestructura que nunca soñaron», dice Villaseñor.

Niegan  que dañen el medio ambiente. Y que alguna trabajadora muriera por envenenamiento. En Carrizalillo los venados y los tejones y las chachalacas y las palomas se fueron, dice Villaseñor, porque «donde hay progreso y civilización obviamente los animales se retiran». Sobre el agua, expresa que su concesión es para consumir 4 millones de metros cúbicos al año (procedente del río Balsas). Apunta que en su proceso para lavar el oro de cianuro cuentan con un circuito cerrado que recicla permanentemente el agua sin desecharla, y que si bien 27% de ésta se evapora, está libre del tóxico y no contamina.   

Los empresarios exponen que Goldcorp no tiene año de partida de Carrizalillo, pero que los planes tentativos son para el año 2026. Dicen que tienen un programa de restauración del entorno: en Mezcala cuentan con un vivero donde cultivan 350 mil árboles, en Zacatecas cuentan con un criadero de venado, y guardaron 2 millones de suelo vegetal del Bermejal. Terrazas dice que al irse dejarán el lugar casi como estaba antes: «Lo tenemos preciosamente planeado». Cuando ya no haya más oro que extraer de todo el ejido, el cerro rocoso en los patios de lixiviado entrará en un proceso largo, un número indeterminado de años. A ese cerro de desperdicios tóxicos lo regarán con agua limpia una y otra vez para eliminar la última gota de cianuro. Lo cubrirán con el suelo vegetal del Bermejal y encima le sembrarán especies endémicas de lugar. Nacerá un nuevo Cerro Bermejal.

El Cerro Borracho tiene miedo

En el bosque de niebla de la alta Montaña hay cuencas hidrológicas enormes. De sus aguas beben tejones, armadillos, coyotes, y especies en peligro de extinción como el venado de cola blanca y el jaguar. Uno de sus ríos, el Camotetenco, desciende de la sierra y desemboca en el mar. Su caudal ancho se desliza por un vado rocoso y en un punto se une a otra corriente hídrica. Ambos ríos sirven de líneas limítrofes entre los núcleos agrarios de Iliatenco, Paraje Montero y Zitlaltepec, justo donde bordean al Cerro Borracho. El cerro con forma de cono es nombrado así porque si uno lo sube se marea, pierde el sentido de orientación. Queda «como borracho».

Todo esto me lo cuenta García, el líder del Comisariado de Bienes Comunales de Iliatenco. El tlapaneco de estatura corta y complexión vigorosa nos lleva a las instalaciones abandonadas de la mina San Javier, colindante al Cerro Borracho. Si bien Iliatenco no pertenece a la red de guardianes de la Montaña, la aguerrida defensa del bosque por parte de García hizo que lo nombraran en una asamblea 2presidente regional en defensa del territorio: ‘No a las empresas mineras'». Con el espíritu marcial que lo caracteriza, el indígena encabeza la pequeña expedición conformada por una brigada de sus hombres, guardianes de la Montaña y nosotros. García impone el ritmo y las rutas. «Mi gente tiene pie de venado»,  advierte. Y con pie de venado ellos cruzan los ríos saltando de roca en roca y suben y descienden laderas escarpadas. Nosotros, con paso capitalino atolondrado, resbalamos en el río y rodamos por la pendiente. «Son muy lentos», nos dice constantemente.

En un trecho del río Camotetenco quedan vestigios del funcionamiento de la mina San Javier: tubería oxidada y la huella de escurrimientos corrosivos en el terreno. En sus instalaciones hay maquinaria vieja, unas cuantas edificaciones y en un monte aledaño, un túnel inconcluso de 30 o 40 metros de profundidad. Ahora es la casa de una colonia de murciélagos. Camsim quiere reactivar la mina y explotar una veta de minerales en el Cerro Borracho. García piensa que el gobierno federal concesionó su territorio a las mineras porque históricamente atropella los derechos indígenas: «Pero resulta que ahora somos más despiertos, maduros, con sabiduría de que no se nos puede pisotear como antes».

El centro Tlachinollan ya desplegó la estrategia que busca la cancelación de las concesiones mineras en la Montaña y la Costa Chica. Pero reconoce que no tiene muchas armas para hacerlo por la desvalorización de la tierra comunitaria. El activista Gamboa responsabiliza del hecho al gobierno de Carlos Salinas de Gortari: reformó el Artículo 27 Constitucional que posibilitó el despojo de suelo ejidal y comunal, y con la aprobación del Tratado de Libre Comercio (TLC) se facilitó el saqueo de los minerales de sus territorios. Legalmente las comunidades no pueden defenderlos sino sólo la tierra que pisan, pues el gobierno federal es dueño de las riquezas del subsuelo. «Nuestra batalla legal se libra entonces por el metro de tierra que las mineras tienen que pisar», dice.

Tlachinollan promueve que las comunidades se amparen en la Ley Agraria y certifiquen sus tierras en el Registro Agrario Nacional (RAN) para tener certidumbre jurídica. 16 de las 25 comunidades que serían afectadas por los cinco proyectos mineros ya lo hicieron y el resto está en proceso de hacerlo. En una segunda fase recurrirán a la nueva Ley de Amparo que permite a colectividades ampararse contra actos u omisiones de autoridades que los afectan. «Entrando la minera es casi imposible sacarla», dice Alejandro Ramos, asesor jurídico del centro Tlachinollan, «y la estrategia es que no entren, si lo hacen, estamos prácticamente perdidos».

El gobierno guerrerense intercede entre los guardianes de la Montaña y las mineras a través de Leonel Lozano, el asesor ambiental del gobierno de Guerrero, citado previamente. El agrónomo reconoce que no hay políticas de desarrollo minero que protejan a las comunidades e impulsa un acuerdo de voluntades en el que se obligue a las empresas a cumplir un sistema de regalías, financiamiento de programas sociales, garantizar los beneficios locales tras la partida de los corporativos, prevenir el impacto ambiental, e impulsar la explotación minera comunitaria a pequeña escala porque «la cosa no es sólo decir un ‘no’ rotundo, y ¿luego qué hacemos? ¿seguimos sentados en un tesoro sin posibilidad de usarlo?».

De acuerdo con  el portal de Vendome/Camsim, las empresas analizan las vetas de La Diana/San Javier gracias a un programa satelital. Ya adquirieron otra propiedad aledaña, San Miguel, con extensión de 2 mil hectáreas. Holdschild se mantiene en la secrecía. Y Goldcorp realiza exploraciones en el poblado de Xochipala, vecino de Carrizalillo.  

Los guardianes de la Montaña convocarán a una reunión regional de reagrupamiento y evaluación este mes de abril. Se mantienen en su postura de agotar las vías legales. Pero la indignación caldea en la región. Un tlapaneco alto y bigotón advierte: «Aquí lo que queda es la organización del pueblo, la resistencia, y a palo y hacha pelear hasta las últimas consecuencias».

LAURA CASTELLANOS escribe sobre radicalización social y cultura popular. Es autora de cuatro libros. Su obra ha sido traducida al francés, italiano y alemán. Ama las montañas y no usa tarjeta de crédito ni Facebook. El poeta colombiano Darío Jaramillo Agudelo eligió uno de sus reportajes para la ‘Antología de la crónica latinoamericana actual’ de reciente publicación