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El Salvador

El Goldman de San Isidro

2185218_008 de Agosto 2011
Escrito por Una crónica de Sigfredo Ramírez
Es uno de los guardianes del oro que se esconden bajo los verdes cerros de Cabañas. Una labor que le valió a Francisco Pineda para ser galardonado con el que se considera el Nobel de Ambientalismo en 2011. ¿Cómo son los días de uno de los cinco ganadores mundiales del premio Goldman?
Foto: El líder del Comité Ambientalista Cabañas, Francisco Pinedas, fue reconocido por el Presidente de EUA después de haber ganado el Premio Goldman. Fotografías de Víctor Peña

Lo primero que le sorprendió de Barack Obama fue que el presidente norteamericano lo saludó en español.

—Puedes hablarme en tu idioma –le dijo a Francisco Pineda, mientras le estrechaba la mano derecha.

Esas pocas palabras fueron un alivio. Mientras Francisco caminaba por los pasillos de la Casa Blanca iba pensando en cómo iba a decir lo que pensaba. La seguridad presidencial había restringido el acceso de los traductores, y él no quería perder esa posibilidad.

Después de todo, no cualquier día se gana el premio medioambiental Goldman –por evitar que se extirpe el oro de las montañas de Cabañas– y se viaja de San Francisco a Washington para reunirse con los senadores y el presidente de Estados Unidos.

Entonces cuando Obama aseguró entender el español, Francisco soltó rápido el pequeño discurso que había ensayado en voz baja.

—Le agradecí por haber visitado El Salvador, ir a la tumba de Monseñor Romero, por el Fomilenio, y después, le recriminé por el Tratado de Libre Comercio –dice.

Al oír aquello, Obama sonrió, le dio una palmada en la espalda y le pidió que recordara que él se había opuesto al TLC cuando estaba en el Congreso.

“Es una gran satisfacción que la gente poderosa sepa lo que los campesinos pensamos”, dice Francisco ahora que está en las oficinas del Comité Ambiental de Cabañas en Ilobasco.

Los seis ambientalistas que llegaron a la Casa Blanca aquel 14 de abril habían recorrido caminos muy diferentes. Raoul Du Toit había sobrevolado en helicóptero las reservas naturales del sur de Zimbabue para proteger a la población más grande de rinocerontes negros en peligro de extinción.

El ruso Dmitry Lisitsyn caminó decenas de kilómetros en la tundra tapizada de hielo de la isla Sakhalin, Rusia, para conocer el impacto que tendría en los aborígenes uno de los proyectos petroleros más grandes del mundo. El indonesio Prigi Arisandi navegó las contaminadas aguas del río Surabaya en su lucha por limpiarlo para las futuras generaciones.

El viaje dEl Salvadoreño Francisco Pineda había iniciado en el pequeño parque de San Isidro, Cabañas, donde hemos quedado de encontrarnos tres meses después de su visita a la Casa Blanca.

Es la soleada mañana de un jueves y en la plaza hay una decena de niños que gritan y juegan desordenados en su clase de educación física.

El pick up de Francisco llega al parque cuando ya tenemos 10 minutos de estarlo esperando. Él va al volante del vehículo todoterreno. Lleva una camisa blanca, jeans, zapatos color café y una sonrisa enmarcada en su barba recortada.

Va acompañado de dos hombres morenos y con lentes oscuros, que esconden pistolas 9 milímetros debajo de su ropa. Uno viaja como copiloto y el otro –con una subametralladora SAF en el regazo– va en el asiento trasero del vehículo.

Ellos son los encargados de protegerlo. La escolta le fue asignada después de recibir alrededor de 10 amenazas de muerte. Recados que comenzaron cuando él dejo de ser el Francisco Pineda que criaba codornices y sembraba hortalizas en el cantón Llano de la Hacienda de San Isidro, para convertirse en un férreo opositor a los proyectos mineros que se buscan instalar en los abruptos cerros que rodean la casa donde vive.

Con el motor todavía en marcha y sentado en el asiento del conductor, Francisco ve a través del parabrisas el local de la Casa de la Cultura, donde mencionó por primera vez el tema de la minería metálica a los representantes de las comunidades de San Isidro.

Era una mañana de junio de 2004 tan calurosa y húmeda como la de este jueves.

—Les hablé de cómo se había secado el río Titihuapa por la exploración minera y que todo sería un caos si se daba la explotación del oro –dice Francisco.

Aquella reunión había sido posible gracias a Marcelo Rivera, quien era el director de la Casa de la Cultura y se unió desde el inicio al movimiento anti minero. Marcelo fue de los primeros ambientalistas que figuró en los noticieros nacionales, pero no por su trabajo en protección a la naturaleza de Cabañas sino por su asesinato el 9 de junio de 2009.

Su rostro está pintado en la fachada del centro que alguna vez dirigió. Francisco dice que aunque no era parte del Comité Ambientalista de Cabañas (CAC), fue el asesinato de Marcelo lo que provocó que él hiciera públicas las amenazas de muerte que había recibido en su celular, y que calló por cerca de un año.

—Allí me di cuenta de que no estaban jugando –asegura Francisco, antes de pedirnos que subamos al vehículo y nos sentemos junto a uno de los hombres de su escolta.

Francisco conduce por las desiertas calles de San Isidro a las 7:30 de la mañana. Nos dirigimos a las oficinas del CAC que están a las afueras de Ilobasco, en el corazón de Cabañas. Nunca tiene hora para llegar a la oficina. Los mensajes de texto que recibía a su celular diciendo “si no dejas de oponerte a la minería, te vas a morir” le terminaron robando la rutina.

Ahora el presidente del CAC intenta variar su ruta y horarios, aunque los agentes que lo cuidan y él mismo sepan que no sirve de mucho.

Todos en San Isidro conocen quién es Francisco Pineda. Un ahuachapaneco que no llegó a Cabañas en busca de oro, sino para desarrollar proyectos de recursos renovables para la Organización para Agricultura y Alimentación (FAO), el Centro Nacional de Tecnología Agropecuaria y Forestal (CENTA) y varias ONG.

—En pueblo chiquito, problemas grandes –dice.

En una parada de buses, un hombre alto, de tez morena y de pelo corto se acerca a la ventana de Francisco para pedirle aventón hasta la entrada de Ilobasco. Los de seguridad solo lo miran detenidamente detrás de sus lentes oscuros, mientras el hombre sube a la cama del pick up. No dicen nada.

Los callados agentes no son solo los compañeros de viaje de Francisco sino que sus inquilinos desde el 29 de diciembre de 2009, cuando 12 de los miembros del CAC habían recibido amenazadas de muerte por teléfono, mensajitos de texto o correos electrónicos.

Aunque muchos de ellos temían por su vida y la de sus familias, no todos pudieron adoptar a los agentes en su hogar. La mayoría no tenía el espacio donde alojarlos. Ni siquiera Francisco, quien tuvo que sacar a su hija mayor de su cuarto, y mandarla a dormir a la cercana casa de sus abuelos.

—¿A qué más ha tenido que renunciar por su seguridad?

—Tengo cuatro años de no ir a ver un partido de fútbol en la cancha del cantón y ya no puedo ir a sentarme al parque los domingos por la tarde.

Ese riesgo latente de ser asesinado en su propia comunidad y que no lo deja vivir tranquilo fue uno de los motivos por los que Francisco recibió el premio medioambiental Goldman 2011. Fue elegido entre cientos de candidatos de Centro y Suramérica.

El pick up sale de la calle principal que conduce a Ilobasco y se adentra en un corto camino rural rodeado de milpas que lo lleva hasta la oficina del CAC. Una casa que no se distinguiría del resto de este pasaje si no tuviera el artesanal logo del comité pintado en una de las paredes de su fachada.

Francisco baja del vehículo y se mete en la pequeña casa, con los dos agentes cuidándole las espaldas. La oficina está casi vacía. Solo hay un escritorio y un par de sillas sobre el piso de lozas ocres. Las paredes sin pintar parecen ser la memoria del comité y están atestadas de fotografías de marchas y reuniones.

Contrario a otros ganadores del premio Goldman de 2011 que tienen organizaciones consolidadas y con solvencia financiera –algunos hasta cuentan con helicóptero y equipos científicos– el comité que preside Francisco solo tiene dinero para afiches, pancartas y para pagarle informalmente a unos cuantos colaboradores.

Aquí los riesgos son mucho más que los beneficios. En esos retratos que están pegados en las paredes está una de las últimas fotos que se le hizo a Ramiro Rivera cuando se recuperaba de un atentado ocurrido el 7 de agosto de 2009. En la imagen se ve al herido enseñándole a sus compañeros del comité las esquirlas que le había causado un disparo de escopeta calibre 12.

Tres meses y unos días después de esa foto –en el segundo atentado contra su vida–, Ramiro fue asesinado mientras se conducía junto a su sobrina de 13 años a bordo de un pick up. La niña no dejó de gritar en medio de los disparos de cuatro fusiles M-16. Ocurrió el 20 de diciembre de 2009.

La voz de Francisco todavía se quiebra cuando recuerda a su compañero fallecido. Se refiere a él en voz baja como “el finado Ramiro”.

La última vez que Francisco lo vio con vida fue dentro de esta misma casa. Se reunieron tres días antes de que lo asesinaron, para hablar de lo cuidadosos que tenían que ser ante las amenazas de muerte.

El lugar no ha cambiado mucho desde entonces. La casa sigue estando vacía. Aunque Francisco dice esperanzado que eso podría cambiar pronto. Ya tienen personería jurídica y elaborando proyectos pueden recibir fondos de la cooperación internacional.

—Lo que hay que evitar es convertirse en una ONG más, de esas que se olvidan de la gente en el campo y solo son fuente de empleo –dice convencido.

A Francisco le avisaron de la muerte de Ramiro cuando estaba en medio de la celebración del cumpleaños de su hija mayor. Creyó que nunca más una fiesta se le iba a echar a perder de una manera tan cruel, pero se equivocó.

El 13 de junio de este año, cuando intentaba celebrar su propio cumpleaños, recibió una llamada que lo atravesó como lanza de hielo. La voz al otro lado del teléfono le informó que iban a dejar de buscar al desaparecido Juan Francisco Durán, un joven colaborador del CAC. Habían encontrado su cadáver.

—No sé si son coincidencias pero son fechas que me han quedado marcadas.

El presidente del CAC saca de la austera oficina una losa que tiene grabado el rostro de Juan Francisco con el paisaje de un lago y una cita bíblica en el fondo. Dice que se lo llevará al papá del muchacho para que decore la tumba de su hijo asesinado.

Salimos de la oficina para ir a dejar el regalo fúnebre a la familia de Juan Francisco. Abordamos el pick up doble cabina y nos dirigimos a la ciudad de Ilobasco, que a las 9:30 de la mañana comienza a estar presa de un furibundo calor.

A esta hora, las estrechas calles de la meca artesanal del barro se congestionan con facilidad. Después de cruzar el centro de la ciudad, Francisco se estaciona a la orilla de la calle, frente a un portón azul. Es donde vivía Juan Francisco junto a su padre, José Benjamín Ayala, de 50 años de edad.

Al cruzar el portón principal, don José recibe a Francisco sentado en una silla de pitas verdes y negras. Se ve triste y enfermo. Ni siquiera pudo asistir al funeral de su hijo por un dolor, que para algunos doctores puede ser cáncer en el hígado.

Francisco le entrega la losa con la imagen de su hijo.

—Lo vamos a poner en su tumba para el día de los finados –le asegura don José.

Sentado en su silla de pitas pareciera que no ha asimilado la muerte de su hijo. Dice que Juan Francisco estudiaba el cuarto año de Licenciatura en Idiomas en una universidad de San Salvador. Ayudaba en el comité ambiental cuando podía. Más que todo cuando algún visitante extranjero llegaba y necesitaban un traductor de inglés al español.

Juan Francisco creció junto a su madre en Nebraska, Estados Unidos. Volvió a El Salvador hace unos seis años. Su padre dice que no tenía enemigos y que no se relacionaba con pandillas.

Francisco sale de la casa de don José hablando de los homicidios que han rodeado el quehacer del comité ambiental. Asegura que no sabe si están relacionados con la oposición contra la minería, pero que la duda quedará hasta que las autoridades dicten una sentencia.

Ludwin Iraheta espera que Francisco lo pase a traer en una de las céntricas cuadras de Ilobasco. Él es uno de los pocos que se ha ganado la confianza del presidente del Comité Ambiental, quien administra sus amistades con gran cuidado y recelo.

Desde hace un tiempo, Ludwin es el encargado del área de comunicaciones del CAC.

Este joven moreno, achinado, de rostro redondo y con morral al hombro tiene su experiencia en el periodismo. Fue el corresponsal en su natal Guacotecti para el proyecto comunitario de Radio Victoria.

Su hoja de vida radial incluye reporteo, locución y ser uno de los primeros periodistas amenazados de muerte de la estación comunitaria.

Ludwin sube en la parte de atrás del pick up para acompañar a Francisco en el resto de su día. La agenda para este jueves incluye asistir a una consulta pública para discutir la nueva política de Medio Ambiente, y viajar a San Salvador a una audiencia donde serán presentados los presuntos asesinos de Ramiro.

Nos dirigimos al Megatec de Ilobasco para la consulta medioambiental. La reunión será presidida por Lina Pohl, viceministra de Medio Ambiente. El reloj marca las 10:15 de la mañana cuando Francisco estaciona su pick up y comienza a caminar junto a Ludwin en dirección al anfiteatro del centro de estudios.

La reunión ya empezó. Se habla de lo que debería incluir la nueva política. De las deudas que siempre han estado pendientes en uno de los países más vulnerables a desastres naturales en el mundo.

—Si yo sacara el listado de costos, estoy segura de que superaría los $1,000 millones en pago de estudios que están guardados en la gavetas –asegura la viceministra de Medio Ambiente.

Cuando llega el turno de las preguntas de los asistentes, Francisco pide el micrófono. Se enfoca poco en la minería metálica y más en el poco respeto a las leyes medioambientales en El Salvador, donde dice que ni siquiera las autoridades cumplen las normativas.

—La ley es clara en prohibir tirar las aguas negras a los ríos, pero si viajamos por los municipios de Cabañas, todas las alcaldías tiran a una quebrada sus desperdicios –dice Francisco.

Todavía con el micrófono en la mano el presidente del CAC lamenta la poca importancia que las autoridades dan al medio ambiente.

Habla del bajo perfil de la sección de la Fiscalía que atiende demandas ambientales cuando se contamina o se seca un río, lo que puede poner en peligro a cientos de personas en uno de los países más densamente poblados de Latinoamérica.

—Quedarnos sin agua no es una opción –finaliza.

Al final de la reunión en el Megatec, Ludwin le avisa a Francisco que se ha suspendido la audiencia en la que estarían los nueve acusados de asesinar a Ramiro.

—Se ha reprogramado para el viernes en la tarde –dice Ludwin con voz baja.

Francisco voltea a ver a los lados como buscando una explicación. El viernes en la tarde viajará hasta San Salvador solo para darse cuenta de que la audiencia también se suspenderá. Con esa serán tres las veces que se ha prorrogado el proceso para esclarecer la muerte de su compañero ambientalista.

Es la hora del almuerzo, así que Francisco decide ir a comer a un restaurante que está a orilla de la calle que conduce a Ilobasco. Al llegar al restaurante nos sentamos con Ludwin. Tiene cosas en común con Francisco, como el haber sido amenazado de muerte en lo más álgido de la lucha contra la minería.

Por un año vivió encerrado en la radio Victoria, por el temor a que las amenazas escritas en un papel –que pasaron por debajo de su puerta– se hicieran realidad.

Ludwin tuvo agentes de seguridad que le cuidaban las espaldas, como los que tiene Francisco y que ahora almuerzan en otra de las mesas del restaurante.

Mientras tanto, Francisco discute con otros miembros del CAC sobre los planes que quieren impulsar. Ahora que los proyectos mineros en los cerros de Cabañas parecen estar estancados, el ganador del premio Goldman busca que se apruebe una ley que declare inviable la explotación minera en cualquier zona del territorio salvadoreño.

Dice que ayer se reunió con Alexander Segovia, el secretario técnico de la Presidencia, para hablar sobre la evaluación estratégica de minería metálica que ha encargado el Ministerio de Economía (MINEC), pero asegura que eso no basta.

—Lo mejor es tener una ley porque al final todo está sujeto a la política.

Francisco emprende el regreso a su casa después de alargar el almuerzo con sus compañeros del CAC. Son cerca de las 2 de la tarde cuando todos subimos al pick up doble cabina.

Después de recorrer 12 kilómetros pasamos el pueblo de San Isidro y tomamos un camino de tierra que está a la derecha de la carretera. Por la soledad del camino por donde transitamos, el agente con la subametralladora SAF despliega la culata del arma.

No se ven enemigos, solo milpas y algunos árboles que ofrecen poca sombra. A los pocos minutos llegamos a un puente sobre el río que se secó y que provocó que Francisco se metiera de lleno en el movimiento ambiental de Cabañas. Un trabajo que toma en serio a pesar que no obtiene un salario formal.

—Esto pasó por la exploración minera… Si nos quedamos callados ahorita continuaría seco –dice Francisco.

Después conduce hasta el cantón Llano de la Hacienda. La comunidad donde vive desde 1987 es un puñado de casas divididas por calles empedradas y de tierra, donde a esta hora son pocos los niños que juegan en la pasividad del lugar.

Francisco se estaciona frente a la casa de teja donde viven sus suegros. Félix Galindo, el padre de su esposa, está tendido en una hamaca después de haber ido al quiropráctico por la mañana.

Él fue de los primeros que le habló a Francisco sobre la minería en los cerros de Cabañas. No de la etapa de exploración que se ha desarrollado en los últimos años, sino de las minas que funcionaron hace 50 años.

Don Félix describe las minas como las del Lejano Oeste norteamericano. Túneles llenos de rieles de ferrocarril donde se movilizaban carritos que transportaban las piedras para su tratamiento.

Era un proceso artesanal. Los trabajadores buscaban oro sin camisa. Solo con calzoneta, botas de hule, linterna y un casco por cualquier derrumbe.

—Sí, nos dieron trabajo, pero varias vacas se murieron por tomar agua del río donde tiraban las aguas de la mina –cuenta don Félix.

Después de saludar a su suegro, Francisco se encamina a su casa a pocos metros. Lo recibe su esposa que acaba de llegar del trabajo. Es una mujer de tez blanca y ojos grandes que lo acompañó hasta el San Francisco City Hall, California, cuando recibió el premio Goldman por su labor contra la minería.

Francisco nos invita a sentarnos a la mesa para enseñarnos el premio que solo recibieron otras cinco personas en el mundo este año.

De repente entra la hija menor de Francisco. Hoy es su sexto cumpleaños y por la lucha minera Francisco no ha tenido tiempo de pasar con ella.

—¿Qué regalo le va a dar a su hija para su cumpleaños?

—Espero darle uno grande: un país con la suficiente agua y recursos naturales para que pueda vivir feliz.